05 febrero 2009

El swing en palabras

Desde hace un mes estoy leyendo poco a poco Jazz al sur, la historia de la música negra en Argentina que el historiador y escritor Sergio Pujol publicó por primera vez en 1992. En 287 páginas, Pujol cuenta con una sencillez, claridad y ritmo envidiable, la historia del género en nuestro país: sus músicos, sus estilos, tendencias, influencias extranjeras y el contexto social y cultural. Un trabajo formidable y muy necesario para nosotros, los humildes aficionados.


Como música popular, desde comienzos del siglo XX el jazz le inyectó un poco de swing a una Buenos Aires que sólo bailaba y transpiraba tango. El contagio al resto de los ámbitos de la cultura y el arte, fue inevitable. Es interesante ver un poco cómo pegaba el jazz en la literatura.

Para definir la percepción que se tenía del género en los años 20, Pujol reproduce unas líneas de Roberto Gache, un cronista de la noche.

Escribió Gache:

Son cinco o seis señores que, en silencio y con aire aburrido, nos miran comer desde la pequeña y filarmónica altura en la que se hallan. Es sin embargo la de ellos una falsa calma. Porque de pronto, a una señal de su director, estos cinco hombres de apariencia inofensiva se lanzan en incontenible furia a sacar a cual más todo el ruido posible de sus instrumentos. Es el paroxismo musical. El delirium tremens de la armonía.
En la década siguiente, el poeta Rául González Tuñón pintaba su visión del jazz en el poema Jazz-Band, publicado en el libro La calle del agujero en la media. Los hombres de jazz en ese poema no miraban a los comensales desde una filarmónica altura, sino más bien desde una tarima improvisada en una cantina de puerto, entre el humo, los vapores del alcohol barato, las prostitutas y, por supuesto, los marineros. Allí, el jazz era un tónico para la vida.

Algunos pases que escribió Tuñón:

Abre las piernas, descontorsiónate en el chárleston
epiléptico y bullicioso, reconcíliate con la vida que una nueva alegría me ha venido a los ojos y un nuevo deseo me ha venido a las manos.

(…)

Prepara el sonoro cocktail y recién mañana me hablarás de
la guerra, de los obuses que caen de los astros, de la trinchera fangosa y los tanques que escupen la muerte.

(…)

El jazz latiendo su sonido irregular, loco, sobre la tarima, es el corazón del tiempo.
Varios años después, en 1959, el jazz ya había mutado: cambiaron los ritmos, las formaciones, y una hermosa desfachatez estilística gobernaba a los mejores músicos.


En Subí que te Leo ya hablamos de El perseguidor, el cuento que Julio Cortázar publicó en 1959, en su libro Las armas secretas, y que representa una oda literaria al excepcional saxofonista Charlie Parker.

El cuento demuestra que Cortázar entendía perfectamente qué le pasaba a un aficionado cuando escuchaba jazz, sencillamente porque él sentía eso mismo en carne propia.

Escribió Julio:

Decidí no tocar la segunda edición del libro, seguir presentando a Johnny como lo que era en el fondo: un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado como tanto músico, tanto ajedrecista y tanto poeta del don de crear cosas estupendas sin tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que se sabe fuerte) de las dimensiones de su obra. Todo me inducía a conservar tal cual ese retrato de Johnny; no era cosa de crearse complicaciones con un público que quiere mucho jazz pero nada de análisis musicales o psicológicos, nada que no sea la satisfacción momentánea y bien recortada, las manos que marcan el ritmo, las caras que se aflojan beatíficamente, la música que se pasea por la
piel, se incorpora a la sangre y a la respiración, y después basta, nada de
razones profundas.

No cabe duda, el jazz invadió el arte y lo cambió para siempre: la pila de años de historia de un género aún vivo, el libro de Pujol, las palabras de Tuñón, de Cortázar y, sobre todo, la alegría de generaciones y generaciones de aficionados en el mundo, lo confirman.
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