Lo vi dirigirse despacio al atril en el centro del escenario en medio de una ovación. Las primeras notas que se desprendieron de su saxofón me sorprendieron y me golpearon en el pecho. Fue como un potente riff a toda velocidad. ¿De dónde sale toda esa energía, toda esa gran cantidad de música?: de aquel cuerpo delgado de 79 años que hace 50 revolucionó el jazz.
Leo “La gramática del sonido”, nota de Diego Fischerman, publicada el sábado pasado en RADAR. Con muy buen tino, Fischerman cita una anécdota que cuenta el pianista Keith Jarret. Es un buen ejemplo de lo que me sucedió anteanoche cuando sonó el primer tema que Coleman tocó en nuestro país. Cuenta Jarret:
“Después de un pasaje especialmente free cuando tocábamos con el trío en Le
Camilion, adonde Miles había ido a escucharme, él me hizo un gesto para que me acercara a su mesa (creo recordar que nadie bebía nada) y me preguntó: ‘¿Cómo lo haces?’. ‘¿El qué?’, respondí. ‘Tocar a partir de la nada’, comentó. ‘No lo sé –le dije–. Lo hago. Ya está.’ Miles estaba anonadado ante aquella presunta facilidad mía para crear en tiempo real, sin un material previo”.
Mientras escribo, acabo de encontrar este video de Keith Jarret.
El resto de la noche en el Gran Rex fue similar, Coleman parecía tocar a partir de la nada; el saxo hablaba y el contrabajo, el bajo y la batería estaban ahí como fieles interlocutores. “Es un jazz medio loco… Free Jazz”, les dije al día siguiente a algunos compañeros de trabajo. A Ella le dije: “Hace el tipo de jazz que no te gusta”. Algún día me declararé amante oficial del hot jazz, o jazz tradicional; del bebop y amante touch and go del cool jazz. Pero mi declaración no sucederá ahora, primero deberán haber pasado unos años y varios discos más por mis orejas. Sí puedo declarar que el Free Jazz nunca estuvo dentro de mis amantes. Sin embargo no deja de sorprenderme. Durante un poco más de una hora, Coleman me atrapó con sus mixturas, con sus solos de violín y trompeta; con el contrabajo que espesaba el aire, la batería inquieta, repleta de matices, y el bajo que por momentos sonaba como una guitarra.
Fue un concierto exquisito y efímero. Los temas pasaron casi como en un disco, ordenadamente uno detrás del otro, sin ningún tipo de intervención. Ninguno de los que estábamos allí pudimos conocerle la voz; la imaginé finita e inquieta, como el sonido de su saxo. Pero lo que importa en Coleman no es el sonido de su voz, sino el de su música. En una entrevista con Fischerman, explica:
“La gramática del sonido, al contrario de la de las palabras, no diferencia unos pueblos de otros: los une.”
Restan cinco minutos para que se cumpla la hora, se acaba mi Free Post.
Todos los que estuvimos en el Gran Rex asistimos a un momento histórico, de esos que los libros de historia del jazz mencionarán bajo el subtítulo “Ornette Coleman en Argentina”. La visita de un “sobreviviente” (como dice Fischerman) de una época en que el jazz construía la historia de la música. ¿Qué carajo pasó en el universo para que en sólo tres años, entre 1959 y 1961, dos tipos iluminados revolucionaran el jazz para siempre? Hablo de Kind of Blue (1959) de Miles Davis y de Free Jazz (1961) de Ornette Coleman. Fueron años tocados por la varita mágica de algún dios jazzero. Alabado sea él.
Algo más
Video aficionado de uno de los temas del concierto en el Gran Rex:
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