10 febrero 2008
¡La Casa Usher está abierta!
Edgar Allan Poe nunca hubiera imaginado que, casi dos siglos después, alguien construiría una réplica de la Casa Usher. Tampoco hubiera podido imaginar que las paredes de esa casa siniestra se harían realidad sobre suelo marciano, lejos de un mundo que ha dedicado años a quemar libros y a aniquilar otras expresiones artísticas.
-“Durante todo un día de otoño, triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes colgaban opresivas y bajas en los cielos, yo había estado cruzando, montado a caballo, una región singularmente lóbrega, y de pronto, cuando ya se cerraban las sombras de la noche, me encontré delante de la melancólica Casa Usher .. “
El señor William Stendahl dejó de recitar. Allí, sobre una colina baja y negra, estaba la Casa, y la piedra angular tenía una inscripción: 2005 A.D.
-Ya está terminada -dijo el señor Bigelow, el arquitecto-. Aquí tiene la llave, señor Stendahl.
Las dos figuras se alzaban inmóviles en la tranquila tarde otoñal. Los planos azules crujían sobre la hierba de color de cuervo.
-La Casa Usher -dijo el señor Stendahl con satisfacción-. Proyectada, construida, comprada, pagada. ¿El señor Poe no estaría encantado?
El señor Bigelow entornó los ojos.
-¿Era esto lo que quería, señor?
-¡Sí!
-¿El color está bien? ¿Es desolado y terrible?
-¡Muy desolado, muy terrible!
-¿Las paredes son... lívidas?
-¡Asombrosamente lívidas!
-¿La laguna es bastante negra y siniestra?
-Increíblemente negra y siniestra.
-Y los juncos, no sé si sabe usted, señor Stendahl, que los hemos teñido, ¿tienen ahora el color gris y ébano apropiado?
-¡Son horribles!
El señor Bigelow consultó sus planos arquitectónicos.
-¿La Casa, la laguna, el suelo, señor Stendahl, “enfrían y acongojan el corazón, entristecen el pensamiento”?
-Señor Bigelow, vale lo que cuesta, hasta el último centavo. Dios mío, ¡qué hermosa es!
-Gracias. He tenido que trabajar a ciegas. Por fortuna, tenía usted sus propios cohetes, o no hubiésemos podido traer la mayor parte del equipo. Ya habrá observado usted el permanente crepúsculo, el invariable mes de octubre, la tierra desnuda, estéril, muerta. Hemos trabajado mucho. Matamos todo. Diez mil toneladas de DDT. No ha quedado una rana, una víbora, ni siquiera una mosca marciana. Crepúsculo permanente, señor Stendahl, estoy orgulloso. Unas máquinas ocultas oscurecen el sol. Todo es siempre adecuadamente “siniestro”.
Stendahl respiró la tristeza, la opresión, los vapores pestilentes, toda la
“atmósfera” tan delicadamente concebida y adaptada. ¡Y la Casa! ¡Ese horror tambaleante, la laguna maléfica, los hongos, la extendida putrefacción! ¿Quién podía adivinar si era o no de material plástico?
Stendahl miró el cielo de otoño. En algún sitio, allá arriba, más allá, muy lejos, estaba el sol. En algún sitio era abril en Marte, un mes amarillo de cielo azul. En algún sitio, allá arriba, descendían las naves con una estela de llamas, dispuestas a civilizar un planeta maravillosamente muerto. Pero el fragor de los cohetes no llegaba a este mundo sombrío y silencioso, a este antiguo mundo otoñal y a prueba de ruidos.
-Ahora que mi tarea ha terminado -dijo el señor Bigelow, intranquilo-, ¿puedo preguntarle qué va a hacer usted con todo esto?
-¿Con Usher? ¿No lo ha adivinado?
-No.
-¿El nombre de Usher no significa nada para usted?
-Nada.
-Bueno, ¿y este nombre: Edgar Allan Poe?
El señor Bigelow meneó la cabeza.
-Por supuesto -gruñó delicadamente el señor Stendahl, con desaliento y desprecio a la vez-. ¿Cómo pude pensar que conoce al bendito señor Poe? Murió hace mucho tiempo, antes que Lincoln. Quemaron todos sus libros en la Gran Hoguera.
Hace ya treinta años...
-Ali -dijo juiciosamente el señor Bigelow-. ¡Uno de aquellos!
-Sí, Bigelow, uno de aquéllos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y
Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se dictó una ley. Oh, no era casi nada al principio. Mil novecientos cincuenta y mil novecientos sesenta. Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales. Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos.
-Tenían miedo de la palabra “política”, que entre los elementos más reaccionarios acabó por ser sinónimo de comunismo, de modo que pronunciar esa palabra podía costarle a uno la vida. Y apretando un tornillo aquí y una tuerca allá, presionando, sacudiendo, tironeando, el arte y la literatura fueron muy pronto como una gran pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin consistencia y sin sabor. Poco después las cámaras cinematográficas se detuvieron, los teatros quedaron a oscuras, y de las imprentas que antes inundaban el mundo con un
Niágara de material de lectura, brotó una materia inofensiva e insípida, como de un cuentagotas. ¡Oh, hasta el “entretenimiento” era extremista, se lo aseguro!
-¿De veras?
-Así es. El hombre, decían, ha de afrontar la realidad. ¡Ha de afrontar el Aquí y el
Ahora! Todo lo demás tiene que desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias, las ilusiones de la fantasía, han de ser derribadas en pleno vuelo! Y las alinearon contra la pared de una biblioteca un domingo por la mañana, hace treinta años.
Alinearon a Santa Claus, y al jinete sin Cabeza, y a Blanca Nieves y Pulgarcito, y a
Mi Madre la Oca.... Oh, ¡qué lamentos!, y quemaron los castillos de papel y los sapos encantados y a los viejos reyes, y a todos los que “fueron eternamente felices”, pues estaba demostrado que nadie fue eternamente feliz, y el “había una vez” se convirtió en “no hay más”. Y las cenizas del fantasma Rickshaw se confundieron con los escombros del país de Oz, e hicieron unos paquetes con los huesos de Ozma y Glinda la Buena, y destrozaron a Policromo en un espectroscopio y sirvieron a Jack Cabeza de Calabaza con un poco de merengue en el baile de los biólogos. La Bella Durmiente despertó con el beso de un hombre de ciencia y expiró con el fatal pinchazo de su jeringa. Hicieron que Alicia bebiera algo de una botella que la devolvió a un tamaño donde no podía seguir gritando
“más curioso y más curioso” y rompieron el Espejo de un martillazo y acabaron con el Rey Rojo y la Ostra.
El señor Stendahl apretó los puños, jadeante, el rostro enrojecido. ¡Oh Dios, no había pasado tanto tiempo!
En cuanto al señor Bigelow, la larga explosión del señor Stendahl lo había dejado estupefacto. Al fin parpadeó y dijo:
-Lo siento. No sé de qué me habla usted. Sólo nombres para mí. He oído decir que la Gran Hoguera fue una cosa buena.
-¡Fuera! -gritó Stendahl-. ¡Su trabajo ha terminado, y ahora déjeme solo, idiota!
El señor Bigelow llamó a los carpinteros y se alejó.
El señor Stendahl se quedó sólo ante la Casa.
-Oídme todos –les dijo a los invisibles cohetes-. Vine a Marte para alejarme de vosotros, gente de Mente Limpia, pero llegáis en enjambres cada vez más espesos, como moscas a la carroña. Pues bien, ha llegado mi hora. Os daré una buena lección por lo que hicisteis al señor Poe en la Tierra. ¡Desde hoy, cuidado! ¡La Casa Usher está abierta!
Y alzó al cielo un puño amenzante.
Ray Bradbury (“Abril de 2005, Usher II”. Crónicas Marcianas. 1950)
Leé Abril de 2005, Usher II completo en PDF.
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