02 febrero 2008

Las preguntas las hacen ellos

Una escena desgraciadamente habitual en la Argentina del ’77, que Vicente supo pintar con absoluta verosimilitud.

Bajé del taxi y me encontré en mitad de una calle desconocida y solitaria. Supuse que en la esquina estaría el cartel con el nombre y hacia allí caminé. Nunca pude saber cómo se llamaba. Sorpresivamente apareció un Falcon y se detuvo a mi lado. Se abrieron las puertas traseras y bajaron dos tipos voluminosos. Uno se puso a mis espaldas; el otro, si dejar de mirarme a la cara, ordenó que no intentara nada. Pensé en un asalto, pero deseché la idea; era muy sofisticado para un simple asalto.
-¿Qué pasa? –pregunté.
-Las preguntas las hacemos nosotros –oí.
No era momento para discutir. Ordenaron que apoyase las manos sobre el techo del coche y me palparon buscando un arma inexistente. Por suerte había olvidado la pipa en el hotel, podrían haberla confundido con un revólver y tal vez le historia hubiera acabado en esa calle desconocida de Palermo Viejo.
-Está limpio –informó mi palpador. Vi que los de adentro aprobaban con movimientos de cabeza.
-Documentos –oí.
Busqué la cédula en el bolsillo del saco y la agité en el aire. El que estaba atrás me la quitó. Miré las puntas de mi pulgar y mi índice que un segundo antes sostenían el documento de plástico. Giré la cabeza para decir algo, pero la orden de uno de ellos canceló el gesto y las palabras.
-¡Quedate quieto!
Inexplicablemente tuve ganas de reír; sin embargo, el miedo fue más fuerte que la risa. Mantuve la cabeza derecha y rígida, sólo moví los ojos. Vi que el que había arrebatado mi cédula se la pasaba a los que estaban en el coche. Me sentí protagonista de una película policial clase B, iba a preguntar algo pero recordé que las preguntas las hacían ellos.
-Negativo –oí desde el coche.
Para mí resultó positivo. Me pareció que dejaban de tratarme como si creyeran que yo era Jack el Destripador.
-¿Dónde vive? –preguntó el que me cuidaba las espaldas.
Intenté el tono más natural y dije:
-En España, Barcelona. Hace años que vivo en España.
-¿Qué está haciendo acá?
-Vine por negocios, represento a una empresa catalana –iba a repetir el verso aprendido de memoria, pero me interrumpieron.
-¿Negocios, en esta calle y a esta hora?
No sabía en que calle estaba. Unos minutos antes de que comenzara ese espectáculo había mirado el reloj: las diez menos diez. Ni a la calle ni a la hora se les podía achacar nada.
-Estaba caminando. Acabo de llegar de España y quería caminar un poco, ¿cuál es el pecado?
-Las preguntas las hacemos nosotros. ¿Dónde vive?
-Ya le dije.
-Acá, ¿dónde vive acá?
-En el Sheraton.
Fueron palabras casi mágicas. El que estaba adelante frunció la boca. El otro me advirtió:
-Esta zona es peligrosa. Hay que tener cuidado. Vaya a buscar un taxi, y quédese tranquilo: nosotros lo vigilamos.
Le agradecí tanta amabilidad y caminé hacia la esquina convencido de que la película no había terminado. En la próxima secuencia me bajaba de un tiro, y a la mañana siguiente encontraban mi cuerpo cubierto de sangre en mitad de la vereda. No me atreví a darme vuelta y olvidé mirar el nombre de la calle. Sólo me importaba encontrar un taxi.

Vicente Battista (Sucesos Argentinos. 1995)
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