Lo más raro es que la mariposa no se quemaba; sus vueltas alrededor de la llama le servían para mostrar esas alas inmensas, para mirarlo desde los ojos voladores de esas alas inmensas, para marearlo, para engatusarlo con los matices de esas alas inmensas. ¡No en vano las mujeres las comparan con mariposas! Vanas, coquetas, frívolas. ¡No en vano mariposa rima con veleidosa! ¡Ah, pero no, él no se dejaría engañar como se había dejado engañar una vez! No estaba para perder el tiempo ni con mujeres ni con las evoluciones de un bicho, por exótico que fuera. Recordó lo que había oído decir cierta vez: “Nunca intentes atrapar una mariposa poniéndole la mano encima, al contrario: tiene tu mano inmóvil y la mariposa vendrá a ella”. Lo hizo: apoyó el dorso de la derecha sobre la superficie de la mesa, entre la vela y él. Palma hacia arriba. Esperó. La Saturnia Pyri se deslizaba suavemente por el aire, en un ballet silencioso que hubiera merecido música de Debussy. De pronto se alzó con brusquedad y volvió a descender, para iniciar otra ronda alternativa en torno a la llama y en torno a la cabeza de Francisco. Prosiguió el juego durante segundos que parecieron siglos hasta que se decidió y, con un trémolo delicioso se posó en la palma abierta como una flor. Flor carnívora. Francisco cerró los dedos sin apretar y luego, valiéndose del índice y el pulgar de la izquierda, tomó el cuerpecito de la mariposa dejando que las alas batieran desesperadamente. Y fue sometiendo esas alas, poquito a poco, a la acción inexorable del fuego. Hasta que la llamita parecía resistirse a su obligatoria función de verdugo. Pero la naturaleza, además de sabia, es ciega, y las alas se fueron chamuscando, se fueron quemando sin gloria, sin espectacularidad, sin dramatismo. Casi hasta la raíz. Antes de que llegaran a ella, Francisco retiró lo que quedaba del insecto y lo colocó sobre la palma de su derecha –allí donde se había posado incauta, inocentemente- y lo observó. Esperaba ver un repugnante gusano. Vió, en cambio, un delicado y casi translúcido cuerpo femenino, con las curvas perfectamente delineadas en su pequeñez, admirable miniatura viviente de mujer. Se debatía con movimientos de dolor y angustia. Hada lastimada, mutilada, destrozada. Vuelo trunco. Belleza rota. Psyché sin alas. Crimen a medias.
Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Francisco. Decidió terminar de una vez. Apretó el puño con todas sus fuerzas. En ese momento se encendió la luz. Durante un instante Francisco mantuvo el puño firmemente cerrado, luego lo fue abriendo poco a poco y miró los restos entre marrones y verdosos de un gusano.
Eduardo Gudiño Kieffer (Ta Te Tías y otros juegos, "Sin alas". 1980)
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