
Era una rubia. Una rubia como para que un obispo hiciera un agujero en una ventana de vidrio esmerilado. Llevaba ropa de calle que parecía blanca y negra, y un sombrero al tono, y era un poco altiva, pero no mucho. Cualquier cosa que uno necesitara, estuviera donde estuviera… ella lo tenía. Unos treinta años de edad.
Me serví un trago rápido y me quemé la garganta.
-Saque esa foto –le dije–. O empezaré a saltar.
-La traje para usted. ¿Querrá verla, no?
Volví a mirarla. Después la metí bajo el secante.
-¿Qué le parece esta noche a las once?
-Escuche, señor Marlowe, tenemos otra cosa que hacer además de decir chistes. La llamé. Ella aceptó verlo. Por negocios.

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